Cosmodramas
Tenía que apurarme, la hipertienda galáctica cerraba a las ocho p.m. y tenía que vestirme y alcanzar la busnave de las seis y treinta. Era un desastre viajar a esta hora en que los empleados y funcionarios salían de la ciudad, apurados para llegar a sus hogares de los diversos satélites peri planetarios.
No podía postergar mis compras, me había dejado estar y me faltaban muchos comestibles, elementos de limpieza y cosméticos. Para colmo, la hipertienda partía mañana para orbitar otra zona de La Tierra y recién volvía dentro de cuarenta días.
El viaje fue un tanto monótono hasta que en una parada frente a Australia subieron unos personajes exóticos, tocados con huesitos y flores y que hablaban en un lenguaje inentendible de gritos guturales y silbidos. El resto del pasaje era gente común: leían las noticias en su note book y hacían comentarios en lengua universal.
La nave era un vetusto cacharro, tenía ganas de empujarla; era del 3018 D.C. y sólo viajaba a la velocidad de un día/luz, algo inconcebible en la actualidad. Después de mil vueltas para subir y bajar pasajeros, llegó a las siete p.m. a la parada de la tienda. Disponía tan sólo de una hora; odio comprar a las corridas, pero había estado tan ocupada que no tuve en cuenta el cambio de órbita de la hiper.
Conseguí un carrito del nivel ultraveloz y marqué en el mapa electrónico los departamentos de compra que necesitaba. Por suerte el artefacto funcionaba bien y me dejó en segundos en el sector de los cosméticos. Tipeé mis credenciales en la pantalla de turnos y esperé a que se desocupara uno de los robots. Había un enjambre de compradores de los diversos satélites del sistema y pese a la diligencia de los robots, me pareció que no llegaría a tiempo. Siempre planifico mal las cosas; conociéndome debería haber comenzado por los comestibles.
“Cosméticos y Accesorios” era mi perdición. Cuando me tocó el turno compré rápidamente un set de maquillaje a base de polvo lunar y haciendo un gran esfuerzo, dejé de lado unos preciosos anillos saturninos con piedras duras de Plutón. Quién sabe si los traerían en la próxima orbitación.
El carrito me trasladó al sector más práctico y menos atractivo de la comida. El robot consultó mi sitio galáctico y me entregó las latas y envases de píldoras alimenticias que compro habitualmente y las bebidas vitamínicas que me habían prescrito. No quise mirar mucho, pero me di un pequeño gusto: una latita de anchoas del año 2500 que tenía una etiqueta muy tentadora.
Llegué a las siete y cuarenta p.m. a la sección de indumentaria; había una interesante promoción de ropa interior descartable que adquirí sin vacilar y luego compré prendas de abrigo y varios equipos deportivos. Pensé con lástima en los compradores del 2500 que todavía tenían que probar la ropa; ahora las cosas eran diferentes: los robots tenían mis medidas y gustos perfectamente registrados y se evitaba así una enorme pérdida de tiempo.
Salí de la tienda a las siete y cincuenta p.m., en el momento en que se acercaba la busnave que por suerte me dejaba cerca de casa. Sabía que en menos de una hora las micro naves de delivery entregarían el pedido.
Estaba contenta con mis adquisiciones. Menos mal que me apuré, si no, hubiera tenido que comprar por catálogo a un precio mucho más alto.
Me distraje pensando en los anillos que no había comprado y haciendo cuentas. Cuando miré la hora, ya eran las ocho y diez p.m. y la nave no había atracado a la plataforma de espera; se la veía a lo lejos, pero no se movía y tenía las luces apagadas. Me indigné: cómo no sacaban de circulación un artefacto tan vetusto - tenía más de un siglo-. Todos los pasajeros protestaban y hablaban de quejarse a la Dirección Galáctica de Cabotaje Interplanetaria. ¿Qué se creían esos funcionarios irresponsables?
La gente, con las antenas de radio levantadas, hablaba a los gritos con las oficinas de la compañía de navegación. Los empleados no podían comunicarse con el artefacto; se suponía que había fallado su central electrónica. La nave estaba sin luces e incomunicada. Prometían mandar micro platillos para trasladarnos a nuestros satélites, pero conociendo el procedimiento burocrático de la empresa, no había manera de saber cuando llegarían.
Me invadió una intensa angustia. ¿Qué hacía allí en el espacio, lejos de mi casa? Empezaba a hacer frío y oscurecía. No había manera de avisar a la hipertienda de que siguieran dando calefacción; los robots ya debían haber desactivado las conexiones con la plataforma. En menos de una hora, nos congelaríamos.
Todos se habían callado; sabían que estábamos en peligro. Algunos lloraban, otros rezaban.
El espacio parecía cada vez más frío y vacío. Pensé en los anillos que nunca usaría…de mi congoja estalló un grito: ¡Mamá!
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