Marta

Árboles

Marta Fiecconi


 
Tu línea de la cabeza tiene horizonte eso decía y sigue diciendo el poema encontrado en un sobre color marfil dos flores en relieve aunque mejor pensar en  armonía de palabras enlazadas y no en desarmonía de árbol el grueso tronco deforme haciendo presión contra la pared a punto de caer el murmullo de hojas movidas por el viento ominoso dispersando hasta las ganas de sentarse bajo la sombra no protege amenaza desde lo intraducible vegetal creciendo y creciendo incesante a la derecha del horno hundido en su centro ángulo peligroso  derrumbado el nombre de mi padre  por el árbol izquierdo monstruo que simula arrullo placentero en el pendular de sus ramas.

Te hace falta batir las alas las metáforas disipan realidades feroces desplegadas hacia lo alto y hacia lo bajo raíces que reptan bajo la tierra obturando caños y desagües  hostil cansancio de  voces y de  sueños que ya se han gastado años nuevos viejos de repente oscuras luces inútiles arrumbadas en rincones.

Ponte un biombo en el entrecejo y sigue tu propio rastro lejos lejos de la vida terrible de los árboles que ahogan que están ahogando con sus tentáculos de espanto los penúltimos estertores de la casa certezas verdes implacables sobre el breve ensueño de lo humano.

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La caja

 

 
          –Vení, quiero mostrarte la caja –dijo Luis. Resoplé mientras apoyaba las manos en la mesa. Mis rodillas se estaban volviendo difíciles y Luis quería que me pusiera de pie, justo cuando terminaba de acomodarme para matear durante toda la tarde.
         –Qué te pasa, te atornillaste a la silla? –me apuró.  Me incorporé con esfuerzo y lo seguí al dormitorio. Desde que Lina había muerto, Luis me parecía más extravagante que de costumbre. Yo lo veía como perdido y me lo imaginaba deambulando solo, por la casona demasiado grande para él, ahora que la ausencia de la esposa había evidenciado que los hijos estaban desparramados por las cuatro puntas del mundo.
          –No termino de entender la muerte –confesó de un tirón.
        Tuve que sostenerme contra el ropero porque me di cuenta de que se venía uno de sus interminables monólogos filosóficos, producto de los libros que la menor de las chicas le había dejado cuando se fue a España. Yo solamente quería distraerlo un poco, hablándole de la mala campaña de River o de la jubilación miserable y de la falta de seguridad, pero con Luis no había caso. Después de cincuenta años de amistad, tendría que saberlo bien; pero era el único amigo que me quedaba en el barrio y le aguantaba sus rarezas.
          –Las lealtades se rompen al fin, todas las promesas lo son hasta la muerte. Después sos nada más que vos. Si escucho la voz de Lina en la mente o en los sueños, sé que sus palabras salen de mí, como si ella fuera un personaje y yo, el apuntador que se las dictara, ¿entendés?
          Me miró fijo y sentí que tenía que decir algo:
             –¿Y si tomamos unos mates?
          –Tenemos toda la tarde para eso, primero hay que abrir la caja –y franqueando las puertas del ropero, dejó al descubierto el enorme estuche de nogal, impecable y lustroso, como si no hubiera sido usado jamás.
          –Pará, Luis, ¿no es la caja que Lina te prohibió que abrieras?
          No sé por qué se lo dije, ya que nunca le daba bola a sus chifladuras. Desde que nos habíamos jubilado en el ferrocarril, él andaba siempre con ideas extrañas: se pasaba las tardes leyendo esos libros que indagaban el sentido de la vida, o escribía versos donde crecían las delicias de un amor siempre joven y ardiente, y cuando veía que yo bostezaba demasiado con cualquiera de esos temas, sacaba el asunto de la caja, y de qué podía haber adentro que Lina se ponía nerviosa cuando él andaba revolviendo por ahí. Nunca supo explicarme de dónde había salido el armatoste que ocupaba todo el estante superior del ropero. Tal vez había llegado con algún regalo de casamiento, y como ella era la que había acomodado la casa, lo había puesto ahí, para guardar quién sabe qué, pero la cuestión era que nunca se había atrevido a acercarse porque Lina era capaz de descubrir hasta la huella de un suspiro en aquella urna sacrosanta.
          –Mirá la madera, Tito, se ven las vetas del árbol todavía. Esta caja también está formada de muerte. Un ser vivo, hecho para alcanzar su alimento del sol y para que lo mueva la música del viento, tuvo que ofrendar su sangre verde para que mi mujer tuviera un lugar donde esconder sus secretos.
          Siempre lo mismo, Luis empezaba con sus delirios y el sugestionado era yo, me pareció que algo se movía cuando toqué el borde de la caja, algo como una mezcla de savia y gemido que me asustó.
            –Dejá la caja, Luis, si Lina no quería que la abrieras, debía ser por algo. ¡Hay que respetar la voluntad de los muertos!   
         Luis puso la mano casi junto a la mía, cada una sujetando los sendos ganchos que develarían el misterio.
           –Vos no querés que yo abra la caja –los dedos se le estaban poniendo rojos del esfuerzo que hacía para desplazar el peso de los míos que se iban enredando con recuerdos viejos.
         –Estás loco, tratá de entender que no se puede traicionar la voluntad de los muertos.
         –Menos se pueden admitir otras traiciones.
         Me di cuenta de que se estaba disparando para cualquier lado, como si en el cofre hubiera algún diario o alguna carta de Lina, y yo de algún modo hubiera sido nombrado. Tenía conciencia de que había olvidado muchas cosas. Un pequeño infarto en el cerebro, había dicho el médico, y tuve que aprender a vivir con esas paredes negras que no podía traspasar.
           –Miranos, dos viejos a punto de trompearse por una caja de porquería.
          La voz de Luis me arrancó de mis cavilaciones, y el tono conciliador hizo que yo aflojara la presión. Él aprovechó y de un envión, alzó la tapa y con la mano libre hurgó el interior, después, dejó caer los brazos y me dijo:
         –Ayudame a sacarla, me parece que está vacía.
         Con cuidado, la pusimos sobre la cama y él levantó esta vez, toda la tapa: la caja estaba completamente vacía. Yo suspiré aliviado. Después del ataque, Lina me había visitado mucho. Yo constataba sus desplazamientos solícitos en el orden nuevo que tenían mis cosas de hombre solo. El perfume del jabón se mezclaba con otro más sutil que venía de una ternura que no sabía si merecía. Su sonrisa iluminaba un poco el pozo oscuro en que habían muerto mis recuerdos. Nunca le pregunté nada porque pensé que podía ofenderla. Ella era severa y firme y el tiempo había ido asexuando su figura, volviéndola casi un ángel. En cuanto a Luis, se había mostrado más atento a mis gustos en esa época, hasta veía conmigo los partidos por televisión, aunque apenas se daba cuenta de cuándo venían los goles y nunca podíamos gritarlos juntos.
         –¡Qué par de idiotas que somos!, casi nos peleamos por una caja vacía –dijo Luis, con una risa que me sonó un tanto siniestra y agregó:
          –Sin embargo algo tenía que haber en esa caja que ella no quería que yo la abriera; a lo mejor lo sacó, cuando empezó a sentirse mal, cuando se dio cuenta de que se iba a morir.
         –No le des más vueltas –le aconsejé–. Pensá que a lo mejor el destino lo quiso así: una caja vacía y una memoria atrofiada para que dos viejos pudieran seguir sentándose juntos, a tomar mates por las tardes.
        –Che, tanto hablarte de filosofía te estoy contagiando un poco, y cambiando de tema, ¿sabés si transmiten el partido?
         

JERARQUÍAS
Marta Fiecconi
 
          Cuando tenía ocho años, una de las cosas que más me gustaba hacer era quedarme en casa de los abuelos. No me importaba que no me llevaran mucho el apunte porque lo divertido era estar con mis tías. Yo me acostaba  junto a la tía Poli, en la cama grande, del lado izquierdo, así podía ver las sombras  que la luz de la calle hacía en el vidrio de la banderola. Esa habitación era la más linda de la casa, porque daba a la galería que se llenaba de luz por la mañana y  del perfume de las glicinas abrazadas al enrejado. Se llamaba la habitación de Poli, aunque hubiera otra camita –de una plaza y no doble como la de ella– donde dormía la tía Lilita.
          La cama de Poli ocupaba el centro del dormitorio, cerca de la puerta que daba a la galería. Enfrente, estaba el gran ropero con el espejo  y una podía verse reflejada si se sentaba y hacía muecas. Lástima que no se veía también la cama pequeña, aunque la tía Lilita se tapaba hasta la cabeza y no quería saber nada de juegos.
          Contra la pared izquierda, estaba la preciosa cómoda de nogal, con los cajones llenos de los regalos que la tía Poli recibía para el día del maestro y que llenaban la colcha de raso de brillos y fragancias.
          A la derecha, en el rincón más oscuro, pegada a la pared, la cama de Lilita la obligaba a caminar más si quería ir al baño o a la galería, en las noches de verano, y si por ahí despertaba a la tía Poli, ella tenía que aguantarla rezongar que se levantaba temprano para ir a la escuela y perdía el sueño, y no quería faltar ni un solo día como Sarmiento, en cambio la hermanita se quedaba en casa muy oronda, ya la tenía harta con la excusa del brazo enfermo y con la historia de las promesas a la Virgen de Luján para que se lo curara.
          Yo era chica entonces y me parecía normal que hubiera una cama mucho más grande que la otra, así yo podía estar al lado de Poli, protegida de las sombras que la noche dibujaba en la banderola. A veces, un viento inesperado movía las ramas como brazos que  se agitaban o un auto rompía el silencio con una voz ronca que se filtraba como un monstruo por los laberintos del sueño y qué decir cuando pasaba una ambulancia con su canto de sirena desquiciada.
          Una vez, Lilita había cosido durante toda la tarde vestidos para mi muñeca mientras yo escribía una historia parecida a las que tía Poli leía en Cuéntame o Para ti: una novia abandonada que lloraba sobre la cama cubierta con una colcha de satén morado. Quería terminarla para cuando Poli llegara de la escuela, seguramente con alguna sorpresa para mí. Casi ni miré la pequeña casaca y la pollerita con volados que Lilita me tendía con una sonrisa, masajeándose el brazo enfermo que le dolía después de tantas puntadas. Pero ella no entendía  que ese día yo jugaba a ser una famosa escritora, y no  la  mamá que cambiaba la ropa de su hijita, así que, apurada, guardé los vestidos en mi bolsa y le di un beso distraído en la  mejilla.
          La tía Poli se entusiasmó con mi novela,  sobre todo por el final, cuando la novia arrugaba la preciosa colcha con sus lágrimas. Después me mostró sus poesías, que eran todas hermosísimas y de amor, y las estuvimos leyendo hasta que la tía Lilita avisó que estaba la comida.
          Esa noche yo soñaba con caballeros azules que me regalaban palabras encantadas, cuando un aullido terrible me sacudió: lo primero que vi fueron unas alas gigantescas en la banderola. La tía Poli, sentada en la cama, tenía la cara del color de la luna y los ojos llenos de miedo. Yo empecé a gritar también, sin entender qué pasaba.
          El vidrio seguía mostrando el cuerpo alborotado del fantasma entre las sombras de los árboles. Ni tía Poli ni yo queríamos ir afuera a mirar,  olvidadas de que Lilita también debía sentirse aterrada. Nos estremecimos aún más cuando nos dimos cuenta de que  no estaba. Una voz cavernosa nos resultó familiar, entonces salimos al patio y a través del enrejado la vimos, parada sobre una escalera y envuelta en una sábana. Nunca entendí por qué quiso asustarnos; creo que me volví a dormir intranquila escuchando unas atroces carcajadas durante todo lo que quedaba de aquella noche, hasta que las luces del día  dispersaron por fin las tinieblas.
 



 

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