María Rosa

Viajes

   Viaje en tren. Él iba muy bien vestido, no recuerdo cómo iba yo, ni mi edad . Era una jovencita, eso seguro. ¿Por qué hacíamos el viaje?  Ni idea.  ¿Adónde?  Íbamos a Retiro por el Ferrocarril Belgrano desde Villa Adelina. Él estaba muy buen mozo, de traje y con unos zapatos brillantes. Una imagen cotidiana era verlo  lustrarse los zapatos.
Mi padre fue un hombre serio, una cajita misteriosa y bien cerrada, protector y alto.  Pero ese día y en ese viaje, fue otro:  me contó algo de su infancia y su viaje a la Argentina.
   Pronto encontramos un asiento para los dos y me senté del lado de la ventanilla pero el paisaje no importaba, yo miré a mi padre todo el tiempo. ¿Qué se habrá movido en su interior que lo llevó a contarme algo de su vida en España?  Sobre un tren, todo el tiempo en movimiento.
No conocíamos ningún pariente de mi padre, solo a mi abuela que habíamos visto dos o tres veces.  Papá me llevaba a su casa, íbamos solos porque mi hermana no quería venir... Sabía por qué: llegábamos y debíamos sentarnos en un banquito chico, de madera y no movernos de allí. Yo por suerte me entretenía con una planta grande de helecho serrucho que estaba a mi lado. A cada varilla le sacaba todas las hojitas en un movimiento de mano rápido y las tiraba detrás de la maceta.
  En el viaje papá  miraba al frente,  buscando algo.
  A mí  me crió mi abuela y mi tía. Mi madre, una madre soltera, vivía en Argentina. Mi abuela era una mujer dura, muy dura.   Montaba a caballo y enfrentaba a cualquiera como si fuera un hombre. Mi tía me quería mucho. A todos presentaba, orgullosa, como a su sobrino. Me llevaba siempre con ella, como luciéndose. Las dos eran analfabetas. Cuando llegaba la carta de algún tio, desde Cuba o desde Argentina, me esperaban para que yo la leyera y luego me dictaban la respuesta.  Si la carta era para mi madre, yo agregaba un párrafo donde le decía que quería ir a la América.
Ella no me contestaba pero  por mucho tiempo yo seguí pidiéndoselo. Conocí a mi madre a los diez años, sí, recién cuando tenía diez años, en un viaje que ella hizo a España.  Mi abuela siempre me  había dicho que yo era hijo de Herminia, una de sus hijas menores.
  Se originó un silencio  que no quise quebrar.  Tenía ganas de hacer preguntas porque no entendía varias cosas pero no me animé. Mi papá estaba lejos, acomodando recuerdos. El tren avanzaba por momentos con  mucho ruido, hasta me pareció escuchar gritos. Fue cuando casi  no podía oirlo y no quería perderme una sola palabra.
      La guerra ya se anunciaba, yo tenía dieciséis años y estaba inscripto en la Escuela Naval y mi abuela  quiso que viaje a vivir a la Argentina, a vivir con mi madre. Ahora que lo pienso yo era un muchacho muy rebelde. ¿Quizás se sumo eso, no?  Me miró sonriendo con esos ojos pícaros que tenía y yo también me sonreí.
  ¿Quién me iba a pagar el boleto? Mi abuela consiguió que lo pagara el único hijo que le quedaba en España y que tenía una almacén de ultramarinos. Como yo no podía salir del país consiguieron para mí los documentos de un vecino muerto. Me acuerdo mi reacción cuando me lo dijeron. Les contesté que estaban locos, que yo no podía viajar así, que yo había conocido al muerto. Mi tío se plantó con que era la única manera de irme a la América, así que a la noche ya había aceptado.  Enseguida empecé a disfrutar todo lo soñado. Claro, se lo conté a mis amigos. Varios no me creyeron así que le saqué todos los documentos del viaje a mi abuela para mostrárselos. Los miraban y remiraban sorprendidos. El más atorrante de todos me arrebató varios papeles y salió corriendo.  En ese momento los gritos en el vagón de al  lado  recrudecieron y no me permitían escuchar. Era una pelea cada vez  más agresiva. Me asusté un poco y me puse nerviosa porque no me quería distraer. Mi padre no estaba en el tren, disfrutaba otro lugar.
   Me ayudó  el más compinche, lo corrimos y entre los dos le sacamos los papeles del vecino muerto.   La puerta del vagón se abrió con un estruendo y entraron dos muchachos, uno corría al otro. Papá casi sin salir de su ensueño, estiró la pierna hacia el pasillo y el muchacho que iba adelante, tropezó. Así, el que iba atrás lo alcanzó y le sacó unos papeles que tenía en la mano.  Me asusté porque no solo se hubieran esfumado mis planes sino que debía enfrentar a mi abuela.  Recuerdo el viaje, día a día, todos los detalles. Alguna vez lo voy a escribir. Cuando me despidieron, mi tía estaba emocionada, lagrimeaba. Mi abuela, seria y firme, me puso en la mano un rollito de plata. Con el mismo gesto, se lo devolví. Después de abrazarme me recordó que debía olvidar mi nombre. "Ahora te llamarás Eusebio Cancela". Se dio vuelta y se fue caminando por el muelle. Por un buen rato, solo vi su espalda.
  Y la tía Teresa ¿qué te dijo?  Luis, no olvides que debes ser un buen hombre.


María Rosa González
marzo del 2012

===================================================


Mi tía Elvira


   De mi tía Elvira recordaré siempre sus dientes,  era la más divertida de las hermanas de mi mamá. Todas son o eran agradables, de sonrisa fácil, simpáticas y cuenteras. Pero ella se destacaba. La más pícara.  La recuerdo como el centro de las reuniones familiares y contando, siempre contando alguna aventura personal que nadie siquiera sospechaba. Nos mantenía a todos en vilo hasta que en el final, en los remates, nos moríamos de risa.
   Tuvo una vida desordenada (ya sé que esa no es la palabra) que aparecía seguido en las conversaciones familiares, pero con la distancia decido que fue una vida divertida.  Antes de morir, mi hermana y yo  habíamos ido a visitarla, la sabíamos muy enferma. Nos reconoció. Uy…las chiquitas de Rosa, nos dijo y se sonrió. Con esa frase resumió a mis viejos, porque mi papá tenía la costumbre del “chiquitas”. Ese día, le pidió a su hija varias veces que le abriera la ventana de la habitación. Y en una de esas agregó, porque quiero ver pasar los pájaros. Al poco tiempo, murió.  Sin dudarlo decidimos ir al velorio. Era en una localidad desconocida para nosotras. Viajamos un buen rato. A medida que nos acercábamos  ya de noche, desaparecía la luz de neón y todo el paisaje era de oscuridad. Una zona de puro enigma. Las calles se convirtieron en tierra y no tenían nombre. Tuve la sensación de pasar alguna frontera.
   Dábamos vueltas buscando  indicios y a lo lejos apareció lleno de luz, un hombre encaramado en la punta de un poste. Tenía un uniforme y era sostenido desde abajo por varias haces de linternas: cambiaba en una esquina la lamparita del poste de luz.  Mirá, ahí nos van a informar.  
  Al acercarnos nos sorprendimos: era un velorio. El velorio de mi tía Elvira. Una luz mortecina en una inmensidad oscura.

  Yo ya tenía unos diez años y le pregunté a mi hermana por qué mi abuela se ponía tan triste cuando miraba y tocaba el retrato de un chico que siempre tuvo sobre la chimenea del comedor. Porque se murió. Ah… ¿y quién es? ¿Cómo quién es? Es tu primo Chichi. Yo no lo conocí, ¿no? Mi hermana que estaba haciendo una torta, no me contestó. Ana, mi  amiga, tocó el timbre y me fui a jugar.
  Cuando volví retomé la conversación del primo muerto, pero mi hermana sabía poco y nada. No tenía idea de qué murió, cuántos años tenía, si la mamá había llorado mucho. ¿Y quién es la madre? La tía Elvira es la madre y el padre, el tío Humberto. Me fui porque tuve ganas de ver televisión, le pedí permiso a papá y me dejó. Al rato volví. Te equivocaste, porque el tío Humberto está casado con la tía Ñata. Mi hermana no me contestó pero se sonrió. Siempre me hacía lo mismo.
  

 En la puerta del velorio había varios hombres con uniforme, en posición de firme, como una custodia.  Eran los bomberos voluntarios de la zona. Claro, si el hijo mayor tiene un cargo jerárquico en los bomberos, me aclaró mi hermana. Ah …
   El interior era un contraste: sobraba la luz, demasiada para un velorio.    Elvira descansaba en el cajón, increíblemente callada y seria.  A su alrededor corrían varios chicos, sus bisnietos, que de vez en cuando se detenían para darle un beso y decirle alguna frase cariñosa, como si estuviera viva. Luego continuaban con sus juegos y carreras.
   Enseguida encontramos a dos tías y varias primas que no veíamos hacía tiempo. En cada velorio de mi familia materna (cada vez son más frecuentes) encuentro familiares que desconozco. Si mi hermana, que es mayor que yo, no está conmigo, me pierdo en las ramas del árbol genealógico. Las tías, como siempre muy cariñosas con nosotras. A mí me gusta mucho verlas porque todas tienen algún parecido con mi madre. 
  El ambiente era extraño: demasiada luz, mucha charla alegre. Una reunión familiar de reencuentros. Allí no estaba la muerte.

   Yo me acuerdo que varios parientes de mi madre estaban en casa. Todas las mujeres, trabajando en la cocina. Pasé corriendo tras un primo y me detuvo mi tía Elvira, venga m’hijita, ¿usted sabe cómo se pela un huevo duro? Vea. Y con la mano abierta sobre el huevo duro apoyado sobre la mesada, lo hizo rodar para romper toda la cáscara. Después observe qué rápido salía la cáscara. Me miró con esa sonrisa que nunca le faltaba. Usted tiene que aprender todas estas cosas, ¿sabe? Ella era la mejor cocinera de la familia. Fue por muchos años la cocinera de la Casa de Gobierno de La Rioja. Tenía muchísimas anécdotas más que sabrosas del gobernador Menem. Toda mi familia sospechaba que eran recreadas por su picardía pero con el tiempo descubrimos que sus relatos tenían valor histórico.

  Cuando era chica, vivíamos en Palermo y estuvieron con nosotros, “de vacaciones” decía mamá, tres primos, hijos de Elvira.  En esa época comenzó a utilizar “mi pobre hermana Elvira”, frase que repitió durante toda su vida. ¿Por qué siempre la nombrás así a tu hermana? Porque ha sufrido mucho. Tuvo un marido terrible, se le han muerto dos hijos, en fin... Ah…
  Otro recuerdo que cada tanto aparece es el de ir con mi madre, mi tía y un primo de mi edad a un lugar con enormes puertas de rejas que se abrían y cerraban a nuestro paso. Si vos jodés, te quedás acá adentro, me dijo mi primo. Mamá y la tía hablaban con un señor mientras mi primo y yo jugábamos en un banco de madera que convertimos en tren. Cuando le conté a mi hermana mayor ese recuerdo, me dijo que había ido a ver al esposo de la tía Elvira.

  Una prima mayor, hija de Elvira me invitó a acercarme al cajón. Mirá tiene puesto el hábito de la Virgen del Carmen. Yo misma se lo cosí  y bordé.  Qué trabajo, se me ocurrió comentar.  Ella me lo pidió, como un mes antes del día en que murió. Se me apareció en el pueblo, en la cocina de mi casa y me miró con los ojitos muy tristes. Luego se miró a sí misma señalando que no tenía nada para ponerse.  Yo entendí.  
  Al rato, entró al velorio y se acercó al cajón un hombre muy solo, corpulento y compungido. Miré fijo a mi hermana y me entendió enseguida. Lo  observó con detenimiento y  me hizo una mueca de no saber quién era.  Conmovía ver llorar a un hombre tan grande, no le quedaba bien.
¿No será un hijo, che?  No, los conozco a todos.
 

  Fue la tía más divertida que tuve y cuando me casé no vino a la fiesta pero me mandó sus deseos de felicidad en un telegrama de lujo. Cuando lo abrí no tenía idea de lo que era eso. ¡Qué ocurrencia! Jamás volví a recibir un telegrama de lujo.

                                                                        
María Rosa González
                                                             2011
 



1 comentario:

  1. Felicitaciones Maria Rosa, me encantaron!! Viajes especialmente porque lo pude leer tranquila mientras Santi dormia

    Besos

    Gime

    ResponderEliminar